miércoles, 2 de mayo de 2007

La vigencia de Ayrton Senna


Ayrton Senna era el piloto perfecto. Tenía talento, carisma, concentración, intensidad y una comprensión casi mágica de esa relación tenue, inestable, entre la máquina y el camino, que es el sello de los grandes.Hace trece años que se murió y todavía no hay consuelo. Si hasta Michael Schumacher nos parece un intruso, un padrastro, un aprovechador parte escondida En el recuerdo Senna se agiganta hasta recuperar su verdadero tamaño. Qué tipo formidable

En la pista era mucho más rápido que tú con el mismo coche y tanto como tú con un coche inferior.

¿Qué esperanzas podían tener sus rivales?

Hasta los talentosos debían rendirse, porque si las virtudes no bastaban, Senna también poseía una formidable combinación de defectos para vencerlos: con ellos podía ser engreído, intolerante, violento y hasta inescrupuloso, si las circunstancias lo requerían.
No satisfecho con ser más rápido, más dotado, te pegaba un par de bofetadas si no le cedías el paso o te echaba el auto encima (como a Prost) si le disputabas el campeonato.
Presentaba su prepotencia como una tarjeta de visita. Un día, cuando le reprocharon su ambivalencia moral en las pistas, dijo, casi como ofendido: ¡Pero yo soy Senna!
Imaginen el escándalo si Michael Schumacher dijera algo parecido.
Schumacher, que osó imitar al gran Senna empujando rivales fuera de la pista, perdió gran parte de su prestigio cuando lo hizo, mientras que Senna... bueno, Senna era Senna.

¿Por qué esta diferencia en los juicios morales? La distancia entre Senna y Schumacher como deportistas no es tan grande como para justificarla. Debe haber otra cosa.

Se nos ocurre que el público olfatea algo del otro mundo. Identifica una veta más profunda en el alma de Senna, que no ve en la de Schumacher. Senna tenía (o creía tener, que para estos fines es lo mismo) una comunicación directa y exclusiva con Dios, que dejaba todos sus asuntos de lado cuando el gran hombre pedía una audiencia.

Esta no era una relación común. Cuando pensamos en la comunicación entre Dios y un ser humano, nos imaginamos a éste arrodillado o de bruces, rogando, creyendo apenas en su suerte por tener un atisbo de la presencia divina.

Con Senna era diferente. Cuando hablaba de su relación con Dios, daba la impresión de que se trataba de un asunto más personal: no digamos que entre iguales, pero tampoco de servidumbre.

En una conversación con Simon Barnes, un periodista del Times de Londres, que venera su memoria como si fuera un santo deportivo, Senna dijo que no le gustaban las iglesias llenas: las prefería vacías para poder comunicarse con Dios.

Cuando Ayrton hablaba, Dios escuchaba, no faltaba más.

¡No le gustaban las iglesias llenas! El Dios de Senna debía ser de dedicación exclusiva. Si Dios se entretenía con los asuntos de otros fieles, en un templo, por ejemplo, pues entonces Senna no tenía tiempo para él.

Suponemos que el público asimilaba y transformaba esta afectación en la personalidad de Senna, porque ya en vida el campeón brasileño era objeto de culto popular.

Los grandes héroes deportivos tienen una carrera profesional, por un lado, y otra paralela y misteriosa que estimula la imaginación de su público. Esta es la verdadera razón de su vigencia como fenómeno social.

En el caso de Senna, la ruta paralela es la voluntad de trascender, de superar barreras, de tender puentes entre la materia y el espíritu.

¿Qué significa el éxito, más allá de la victoria y de los aplausos? ¿En qué me hace mejor, en qué beneficia una victoria o menoscaba una derrota, a mí y a mi gente?

Esas son las preguntas que están en el aire cuando se piensa en Ayrton Senna.

Recordamos a Senna, diez años después de su muerte, y lo recordaremos dentro de otros diez años, porque no era un simple campeón deportivo. Era algo más, y ahora representa otra cosa.

Lo mismo ocurre con Muhamad Ali, que representa la afirmación de la dignidad de la raza negra, que era tratada como inferior, y también la dignidad de la blanca, cuando dejó de sentirse superior. (Los blancos de hoy le agradecemos esa transformación al campeón negro).

También ocurre con Maradona, que para los argentinos representa el desgarramiento nacional, la tortura íntima del superdotado que de repente pierde las fuerzas, y para el resto del mundo el destino trágico de la vida, ese vértigo que nos da cuando nos elevamos demasiado.

La historia de Ayrton Senna, claro, no tiene el lastre de la decadencia física y deportiva.

Los héroes antiguos tenían una vida intensa y breve. Con Senna se mantuvo la costumbre.



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